
El lugar donde la fe tiene ritmo de cumbia
En el santuario, la devoción se mezcla con la fiesta. Entre la música, el karaoke y el baile, los devotos también rezan y dejan sus ofrendas. No es un día triste de duelo, sino de homenaje al estilo tropical.
“No me arrepiento de este amor, aunque me cueste el corazón…”. Desde la ruta ya se escucha la música a todo volúmen y los coros improvisados que cantan. Al costado del camino, varios autos y combis estacionados en fila. Es 7 de septiembre y, como cada año, cientos de devotos se reúnen para honrar a Miriam Alejandra Bianchi, más conocida como Gilda, la cantante de música tropical que trascendió los escenarios para convertirse en una santa popular.
El santuario está ubicado en el kilómetro 129 de la Ruta Nacional 12, provincia de Entre Ríos, en el lugar exacto donde, hace 29 años, Gilda murió. Sin embargo, para sus devotos fue solo una “desaparición física”: su espíritu sigue acompañándolos de cerca.
El accidente ocurrió el 7 de septiembre de 1996. El micro, en el que viajaba Gilda junto con algunos miembros de su familia y compañeros de trabajo, chocó de frente contra un camión. El impacto produjo la muerte de siete personas: la artista, su madre, su hija, tres músicos y el chofer. “El siete es un número mágico”, afirma Alejandro Margulis, investigador de Gilda. Sin embargo, la devoción por ella comenzó mucho antes: se creía que tenía dones de sanación. La tragedia lo exacerbó.
Después de su muerte, nació el santuario como un lugar de homenaje, tributo y recuerdo. El predio es custodiado y mantenido por Carlos Mazza y su esposa, Rita. Sin inversores ni apoyo estatal, la familia Mazza sostiene el lugar con esfuerzo y con las donaciones de quienes colaboran.
Lo primero que se ve al llegar es el portón de entrada repleto de ofrendas que los devotos dejan como símbolo de gratitud. Muñecas, zapatos, fundas de celular, botellas, ojotas, rosarios, peluches, flores, patentes; la lista es interminable. En la cumbre de los objetos, un cartel anuncia: “Bienvenidos al lugar de los milagros: Gilda”. Es la confirmación de que se ha llegado a destino.

“Gilda escucha donde hay un sueño colectivo, donde entre todos nos ayudamos”, afirma Camila Gonzalez, una de las chicas de la bailanta. Foto: M.M.
Al cruzar el portón, hay un primer altar cubierto de imágenes de Gilda y más variedad de ofrendas. Los devotos se acercan de manera individual para dejarle un regalo o simplemente saludarla, apoyando la mano en su foto. La mayoría de las personas que ingresan llevan puesta alguna prenda, flor o un detalle de maquillaje de color violeta o azul. Los colores característicos de la cantante.
Al lado de la entrada, la familia Mazza vende choripanes y hamburguesas. Además, tienen un pequeño stand con merch de Gilda: remeras, llaveros y tazas, entre otros objetos. La recaudación se destina al mantenimiento del santuario.
Más adelante, el predio se expande y la atmósfera se vuelve cada vez más festiva. Cinco parejas bailan al compás de “Corazón valiente”. No hay duelo en los gestos: familias enteras se acomodan en reposeras y mantas mientras comparten mates y facturas. De fondo, suenan clásicos de la cumbia argentina como “No es mi despedida” y “No te creas tan importante”. Decenas de niños juegan entre la gente.
En el fondo, hay un escenario decorado con banderines, flores y banderas de Gilda. Para hacer avanzar la tarde, un “conductor” anima al público mientras grupos de cumbia, bailarinas y cantantes se turnan para rendirle homenaje a la artista.
El corazón espiritual del santuario es la pequeña capilla blanca ubicada en el centro del predio. El segundo lugar de tributo. Las paredes externas están decoradas con mensajes de agradecimiento que le dejan a Gilda quienes pasan a visitarla. Adentro, reina un silencio absoluto, casi sagrado. Al igual que en el resto de los altares, hay ofrendas por todas partes. Estampitas distribuidas por las mesas, cartas superpuestas, vestidos, ramos de flores, rosarios colgados en las paredes y peluches.

“No es que uno la hizo milagrosa porque murió y la santificó, sino que hizo milagros en vida”, afirma Fabio Figo, un soldado de Gilda. Foto: M.M.
El tercer y último punto de adoración es el colectivo en el que viajaba la cantante aquella noche fatal. Con el permiso de la policía, Carlos logró recuperarlo y llevarlo al predio. Hoy, luego de algunas refacciones, es un espacio simbólico donde los devotos rezan, agradecen y dejan ofrendas.
El santuario no sólo venera a Gilda, sino que su imagen convive con otras dos figuras religiosas: el Gauchito Gil y Jesús. Contiguo al colectivo, Gilda y el Gauchito comparten un altar donde las banderas rojas se mezclan con las flores violetas. Dentro de la capilla sucede algo similar: la cruz cristiana es sostenida por una mini escultura de la cantante. “Si la gente cree en algo y les hace bien, bienvenido sea”, afirma el obispo Carlos Daniel Iocca del Arzobispado Metropolitano de Exaltación de la Cruz de Garín de los Buenos Ayres.

“Acá vienen a pedir porque sienten que hay algo que los escucha. En general, piden por salud, trabajo y amor”, afirma el obispo Carlos Daniel Iocca. Foto: M.M.
Cae la tarde y la multitud se reúne alrededor de un altar improvisado. El obispo Carlos Daniel es uno de los tres sacerdotes que cada año realiza la ceremonia. Sobre una mesa de madera, extiende un mantel y apoya los objetos necesarios para el ritual: un crucifijo, algunas velas, un copón, la ostia y la Biblia. La misa transcurre como cualquier otra, pero con un entusiasmo particular. El sacerdote pide por el alma de Miriam Alejandra Bianchi y por las demás víctimas del accidente. Los devotos, en ronda y con una vela azul en la mano, responden en oración.
Minutos después del final de la misa, cuando el reloj marca las siete en punto, comienza la ceremonia más simbólica del día: la fogata. Es un rito que se repite desde hace 29 años, justo a la hora en que ocurrió el accidente. Cada fiel lanza al fuego un papel con un pedido o agradecimiento destinado a Gilda. Inmediatamente, los bomberos de Ceibas hacen sonar siete sirenas y, tras un minuto de silencio por los fallecidos, todos gritan al unísono: “¡Viva Gilda!”.
La jornada termina entre abrazos, música y sonrisas. Cada devoto, se retira con la sensación de haber estado cerca de la cantante. “Gilda me llamó, siempre nos llama”, repite la mayoría. Al contemplar el entorno, el recuerdo de Gilda aparece en cada esquina y junto a él, la sensación de que algo en ese lugar sigue vivo.
Por Manuela Danjelic
